Desde la rama más alta de una vieja acacia, Camilo Silva, el niño que quería ser pájaro, emitió un graznido que perturbó el silencio de la tarde y saltó para alcanzar el cielo en su primera práctica de vuelo. Su mejor amigo, Fito, tenía la certeza de que Camilo se elevaría por los aires y temía no volverlo a ver, de modo que lo observaba desde la hojarasca y la madreselva haciéndole señales de despedida, conmocionado por la proeza.
El viejo Maximiliano, abuelo de Camilo, solía fabricar esplendentes cometas que Camilo y su mejor amigo Fito volaban con las brisas que llegaban puntuales a alegrar los cielos de sus vacaciones decembrinas desde que tenía memoria; creía que ese cielo azul lo llamaba con la voz del viento y volar cometas era su forma de escaparse hacia las alturas. Fue en una de esas mañanas en que Camilo descubrió la razón de su pasión por volar cometas; despertó con el canto de las aves que el viejo Maximiliano tenía enjauladas en el patio y después de desayunar salió a encontrarse a orillas del río con su amigo Fito; vio, como era costumbre, a su abuelo bajo la sombra del almendro construyendo una inmensa jaula que le habían encargado.
—¿Cómo te parece? —preguntó el viejo Maximiliano—. Es para el loro del alcalde, dicen que se sabe los himnos nacionales de todos los países de América. Camilo nunca había visto un loro hasta entonces; lo imaginó visitando países para aprenderse los himnos, lo imaginó posado en la copa de un árbol del patio de una escuela observando los actos cívicos y las condecoraciones de los mejores estudiantes de toda América.
—Es muy pequeña para un loro que ha viajado tanto—. Respondió desde su silencio habitual- y se fue al río a tirar piedras mientras esperaba a su amigo Fito. Y siguió pensando en el loro que sabía cantar los himnos nacionales de todos los países de América, y lo imaginó como los cantantes que veía en la televisión, y lo imaginó como las más famosas estrellas de la música, y lo imaginó volar de país en país, de ciudad en ciudad, bajo lluvias inclementes y soles despiadados; fue entonces cuando dijo en voz alta, como quien canta un pregón: Quiero ser pájaro. Y un canario desde el follaje asintió con un trino, y los árboles aplaudieron desde el viento.
Durante ese pequeño instante en que estuvo suspendido en el aire sintió el viento acariciar su pequeño cuerpo de diez años, agitó los brazos para alcanzar mayor altura, cerró los ojos y recordó las coloridas estampas de la vieja enciclopedia de su casa que retrataban las más exóticas aves jamás vistas por sus ojos, recordó la majestuosidad del águila, la eterna infancia del colibrí, la alegre algarabía de los pericos, la sabia soledad de las lechuzas, la melancólica gravitación del alcatraz. Cabe anotar que por esos azares del destino, a la vieja enciclopedia de la casa le faltaba la página que contenía las palabras iniciada por “Lo” por lo cual el “Loro” constituía entonces un enigma alimento de su imaginación. Por las tardes, Camilo se abstraía observando la otra orilla del río, la misteriosa, y la imaginaba toda llena de pájaros, pues desde este lado podían escucharse sus cantos como una gran orquesta sinfónica que duraba hasta la puesta del sol.
Había pasado todo el año estudiando a las aves de su ribera natal, cazándolas con los ojos para verlas en la cúspide de su total libertad, buscando y leyendo en las páginas de su vieja enciclopedia acerca de los pájaros que la ciencia había descubierto para su regocijo… Despertaba con el primer canto del gallo y dormía a la hora del sueño de las aves, incluso rehusó a comer pollo; contemplaba a las aves con tierno embelesamiento, sus despegues, sus vuelos, sus aterrizajes, sus piruetas en el cielo, sus infantiles brincos, sus nidos, sus cantos. Sólo hablaba de pájaros con su mejor amigo Fito. Sus abuelos paternos -el viejo Maximiliano, famoso en el pueblo por fabricar bellas jaulas para pájaros a pesar de su eterna ceguera, y doña Adela, una negra que desde siempre ostentaba tener la mejor voz en el coro de la iglesia- advirtieron su aire ensimismado desde que nació y lo criaron con amor y paciencia, pues sus padres habían fallecido siendo apenas un bebé; el mismo Maximiliano le bautizó Camilo, evocando a Camila, quien fuera su propia madre. Cada vez que lo oían reír el viejo Maximiliano solía comentar: Tiene risa de polluelo. Y doña Adela le decía: No te rías así mijito, que el día menos pensado llenarás la casa de pajaritas.
Recién comenzaban las vacaciones de final de año cuando tomó la canoa de pesca de su abuelo, y a la hora de la siesta remó con su amigo Fito hacia la otra orilla del río, la misteriosa, a explorarla, a conquistarla. Comprobaron que estaba deshabitada y toda llena de pájaros y más pájaros, aleteando y cantando por doquier. Se adentraron en la manigua sin descansar, llegaron hasta un claro donde se sentaron bajo la sombra de una acacia a hablar de pájaros; después de un silencio que solo llenaba los canturreos de las aves del paraje, Camilo decidió hacer su examen de vuelo; estaba convencido de lograr su gran hazaña, pues había estudiado tanto las técnicas de los pájaros, leído y dibujado toda la teoría, que nada tendría por qué salir mal; y trepó y trepó y trepó la añosa acacia y trepó y siguió trepando hasta la más alta rama, se irguió y emitió un graznido y sin pensarlo dos veces, saltó. Abajo, su amigo Fito estaba a punto de llorar de la emoción. En caída libre agitó los brazos, los extendió para planear, intentó alguna pirueta, el viento
sopló con fuerza y aterrizó de barriga fracturándose un ala. Regresaron taciturnos y ensimismados, apenas mirándose uno al otro sin decir palabra alguna; únicamente sonaban los remos al sumergirse una y otra vez en las apacibles aguas del río y la música silente de los últimos rayos del sol.
—Yo creo que por unos segundos volaste, pensé que te ibas a ir—. Musitó Fito mientras con los remos en mano bogaba atravesando el río.
Su mejor amigo Fito contó todo a doña Adela dejando al descubierto el empecinamiento de Camilo por ser pájaro. Permaneció durante un mes con el brazo encabestrado, y como castigo no lo dejaron salir hasta que sanara del todo. Sus abuelos concluyeron que había heredado el atolondramiento de su padre quien soñaba con ser un famoso cantante de salsa y quien murió junto a su madre en un accidente automovilístico mientras viajaban a la ciudad a hacer una audición para una orquesta donde un hermano suyo era conguero.
Mientras sanaba se encargaba de cuidar de las aves que su abuelo tenía enjauladas en el patio; lavaba sus jaulas, los recipientes del agua y comida y les renovaba el alpiste, cantando junto a ellas canciones que sonaban en la radio o que se le ocurrían en el instante, descubriendo así la otra cara de la libertad de los pájaros; pensaba que ellos aún encerrados entre barrotes de alambre y madera no dejaban de cantar desde el amanecer hasta el anochecer con una felicidad envidiable, como si fuese otra forma de volar. Entonces, Camilo Silva, el niño que quería ser pájaro, encontró otra forma de cumplir su sueño, y cantaba todo el día con una voz que hasta doña Adela festejó haciéndole coros desde la cocina. Su voz llenaba de luz toda la casa y todo el día se convertía en una fiesta de canciones y música. Fueron acaso las más memorables vacaciones de fin de año para la pequeña memoria de Camilo, quien apenas comenzaba a crear un pasado. Hasta que finalmente sanó el brazo y volvió a volar cometas con su amigo Fito, a quien, por supuesto, le refirió su descubrimiento.
Una mañana le pidió al viejo Maximiliano que lo llevara a ver al loro del alcalde en persona; se decepcionó por la apariencia del ave que no era como la imaginaba, sin embargo admiró su manera de cantar los himnos de los países de América a pesar de vivir sin alas, y confirmó que la jaula era demasiado pequeña para un loro que había viajado tanto.
Fue por esta razón que una noche, mientras las aves del viejo Maximiliano y todos dormían, bajo la silenciosa complicidad del cielo nocturno y sus estrellas y una luna redonda que iluminaba el traspatio dándole a Camilo un aire fantasmal, abrió todas las jaulas, una a una, con la religiosidad de quien realiza un solemne rito clandestino, jaulas como palacios, pequeños presidios donde se mantenían en cautiverio muchas hermosas aves canoras de muy vistosos colores a las que Camilo, el niño que quería ser pájaro, decidió devolverles el misterioso encanto de volar.
Al amanecer todas las aves volaron con el primer rayo de sol llenando el cielo con sus cantos y su estrepitoso aleteo ante la plácida sonrisa de Camilo. El viejo Maximiliano, en una primera reacción, se molestó mucho al descubrir la pilatuna de su nieto, pero su disgusto extrañamente se fue apaciguando a medida que se iba deleitando con las canciones que Camilo entonaba de manera tan dulce y placentera motivado por la libertad que acababa de otorgarles a los pájaros, lo que finalmente llevó al viejo a comprender que el canto de su nieto era la voz y el canto libertario de todos los pájaros del mundo bajo el henchido cielo que sereno les otorgaba un esplendoroso nuevo día de verano.
—Es muy pequeña para un loro que ha viajado tanto—. Respondió desde su silencio habitual- y se fue al río a tirar piedras mientras esperaba a su amigo Fito. Y siguió pensando en el loro que sabía cantar los himnos nacionales de todos los países de América, y lo imaginó como los cantantes que veía en la televisión, y lo imaginó como las más famosas estrellas de la música, y lo imaginó volar de país en país, de ciudad en ciudad, bajo lluvias inclementes y soles despiadados; fue entonces cuando dijo en voz alta, como quien canta un pregón: Quiero ser pájaro. Y un canario desde el follaje asintió con un trino, y los árboles aplaudieron desde el viento.
Durante ese pequeño instante en que estuvo suspendido en el aire sintió el viento acariciar su pequeño cuerpo de diez años, agitó los brazos para alcanzar mayor altura, cerró los ojos y recordó las coloridas estampas de la vieja enciclopedia de su casa que retrataban las más exóticas aves jamás vistas por sus ojos, recordó la majestuosidad del águila, la eterna infancia del colibrí, la alegre algarabía de los pericos, la sabia soledad de las lechuzas, la melancólica gravitación del alcatraz. Cabe anotar que por esos azares del destino, a la vieja enciclopedia de la casa le faltaba la página que contenía las palabras iniciada por “Lo” por lo cual el “Loro” constituía entonces un enigma alimento de su imaginación. Por las tardes, Camilo se abstraía observando la otra orilla del río, la misteriosa, y la imaginaba toda llena de pájaros, pues desde este lado podían escucharse sus cantos como una gran orquesta sinfónica que duraba hasta la puesta del sol.
Había pasado todo el año estudiando a las aves de su ribera natal, cazándolas con los ojos para verlas en la cúspide de su total libertad, buscando y leyendo en las páginas de su vieja enciclopedia acerca de los pájaros que la ciencia había descubierto para su regocijo… Despertaba con el primer canto del gallo y dormía a la hora del sueño de las aves, incluso rehusó a comer pollo; contemplaba a las aves con tierno embelesamiento, sus despegues, sus vuelos, sus aterrizajes, sus piruetas en el cielo, sus infantiles brincos, sus nidos, sus cantos. Sólo hablaba de pájaros con su mejor amigo Fito. Sus abuelos paternos -el viejo Maximiliano, famoso en el pueblo por fabricar bellas jaulas para pájaros a pesar de su eterna ceguera, y doña Adela, una negra que desde siempre ostentaba tener la mejor voz en el coro de la iglesia- advirtieron su aire ensimismado desde que nació y lo criaron con amor y paciencia, pues sus padres habían fallecido siendo apenas un bebé; el mismo Maximiliano le bautizó Camilo, evocando a Camila, quien fuera su propia madre. Cada vez que lo oían reír el viejo Maximiliano solía comentar: Tiene risa de polluelo. Y doña Adela le decía: No te rías así mijito, que el día menos pensado llenarás la casa de pajaritas.
Recién comenzaban las vacaciones de final de año cuando tomó la canoa de pesca de su abuelo, y a la hora de la siesta remó con su amigo Fito hacia la otra orilla del río, la misteriosa, a explorarla, a conquistarla. Comprobaron que estaba deshabitada y toda llena de pájaros y más pájaros, aleteando y cantando por doquier. Se adentraron en la manigua sin descansar, llegaron hasta un claro donde se sentaron bajo la sombra de una acacia a hablar de pájaros; después de un silencio que solo llenaba los canturreos de las aves del paraje, Camilo decidió hacer su examen de vuelo; estaba convencido de lograr su gran hazaña, pues había estudiado tanto las técnicas de los pájaros, leído y dibujado toda la teoría, que nada tendría por qué salir mal; y trepó y trepó y trepó la añosa acacia y trepó y siguió trepando hasta la más alta rama, se irguió y emitió un graznido y sin pensarlo dos veces, saltó. Abajo, su amigo Fito estaba a punto de llorar de la emoción. En caída libre agitó los brazos, los extendió para planear, intentó alguna pirueta, el viento
sopló con fuerza y aterrizó de barriga fracturándose un ala. Regresaron taciturnos y ensimismados, apenas mirándose uno al otro sin decir palabra alguna; únicamente sonaban los remos al sumergirse una y otra vez en las apacibles aguas del río y la música silente de los últimos rayos del sol.
—Yo creo que por unos segundos volaste, pensé que te ibas a ir—. Musitó Fito mientras con los remos en mano bogaba atravesando el río.
Su mejor amigo Fito contó todo a doña Adela dejando al descubierto el empecinamiento de Camilo por ser pájaro. Permaneció durante un mes con el brazo encabestrado, y como castigo no lo dejaron salir hasta que sanara del todo. Sus abuelos concluyeron que había heredado el atolondramiento de su padre quien soñaba con ser un famoso cantante de salsa y quien murió junto a su madre en un accidente automovilístico mientras viajaban a la ciudad a hacer una audición para una orquesta donde un hermano suyo era conguero.
Mientras sanaba se encargaba de cuidar de las aves que su abuelo tenía enjauladas en el patio; lavaba sus jaulas, los recipientes del agua y comida y les renovaba el alpiste, cantando junto a ellas canciones que sonaban en la radio o que se le ocurrían en el instante, descubriendo así la otra cara de la libertad de los pájaros; pensaba que ellos aún encerrados entre barrotes de alambre y madera no dejaban de cantar desde el amanecer hasta el anochecer con una felicidad envidiable, como si fuese otra forma de volar. Entonces, Camilo Silva, el niño que quería ser pájaro, encontró otra forma de cumplir su sueño, y cantaba todo el día con una voz que hasta doña Adela festejó haciéndole coros desde la cocina. Su voz llenaba de luz toda la casa y todo el día se convertía en una fiesta de canciones y música. Fueron acaso las más memorables vacaciones de fin de año para la pequeña memoria de Camilo, quien apenas comenzaba a crear un pasado. Hasta que finalmente sanó el brazo y volvió a volar cometas con su amigo Fito, a quien, por supuesto, le refirió su descubrimiento.
Una mañana le pidió al viejo Maximiliano que lo llevara a ver al loro del alcalde en persona; se decepcionó por la apariencia del ave que no era como la imaginaba, sin embargo admiró su manera de cantar los himnos de los países de América a pesar de vivir sin alas, y confirmó que la jaula era demasiado pequeña para un loro que había viajado tanto.
Fue por esta razón que una noche, mientras las aves del viejo Maximiliano y todos dormían, bajo la silenciosa complicidad del cielo nocturno y sus estrellas y una luna redonda que iluminaba el traspatio dándole a Camilo un aire fantasmal, abrió todas las jaulas, una a una, con la religiosidad de quien realiza un solemne rito clandestino, jaulas como palacios, pequeños presidios donde se mantenían en cautiverio muchas hermosas aves canoras de muy vistosos colores a las que Camilo, el niño que quería ser pájaro, decidió devolverles el misterioso encanto de volar.
Al amanecer todas las aves volaron con el primer rayo de sol llenando el cielo con sus cantos y su estrepitoso aleteo ante la plácida sonrisa de Camilo. El viejo Maximiliano, en una primera reacción, se molestó mucho al descubrir la pilatuna de su nieto, pero su disgusto extrañamente se fue apaciguando a medida que se iba deleitando con las canciones que Camilo entonaba de manera tan dulce y placentera motivado por la libertad que acababa de otorgarles a los pájaros, lo que finalmente llevó al viejo a comprender que el canto de su nieto era la voz y el canto libertario de todos los pájaros del mundo bajo el henchido cielo que sereno les otorgaba un esplendoroso nuevo día de verano.

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