lunes, 3 de diciembre de 2012

LOS BARRETIEMPO (URSULA WILLS-JONES - VERSIÓN AL CASTELLANO: IRVIN RÍOS GRACIA)



Quizás no estés familiarizado con los barretiempo. Los barretiempo son aquellas personas que barren todo el tiempo perdido y desperdiciado. No puedes verlos, aunque si estás en la estación del tren, y crees haber visto algo con el rabillo del ojo, probablemente sea un barretiempo aseando alrededor del banco en el que estás sentado. Si pudieras verlos, encontrarías una personita azulada, con una expresión alerta, empuñando una escoba y un trapeador. Los hombres visten overoles, las mujeres cursis faldas pasadas de moda y pañoletas en sus cabezas.

Los barretiempo siempre acuden donde el tiempo se esté perdiendo o desperdiciando. Hay muchos en las estaciones del tren, y por lo menos uno en cada consultorio médico. El hombre que ha esperado tanto para plantearle a su mujer que el cabello se la ha puesto gris, probablemente tenga su propio barrendero personal siguiéndolo por doquier. La mujer que ha desperdiciado treintaicinco detestables años en una inmobiliaria, soñando con abrir una floristería, hace quejar a los barretiempo del vecindario e ir por un gran recogedor.

No sientas pena por los barretiempo, aunque su trabajo sea servil, nunca se enferman; ni te lamentes porque tengan un oficio desafortunado, cuentan con excelentes condiciones de trabajo, aunque lo que hagan en su tiempo libre se desconozca. Les encantan los feriados, es por eso que en estos días parece haber más tiempo de lo usual. En navidad y año nuevo, los barretiempo tienen una semana de vacaciones. En enero, cuando vuelven al trabajo, encuentran un enorme atraso del tiempo que se ha perdido, desperdiciado o malgastado durante las festividades. Les lleva como tres semanas retomar el servicio normal, razón por la cual enero siempre parece durar más que los otros meses.

Los barretiempo han existido desde siempre, aunque la vida moderna haya producido desperdicio de tiempo en concentraciones tan grandes que en algunos lugares se han visto obligados a industrializar sus operaciones, comprando una cantidad de camiones compresores similares a aquellos que utilizan los hombres de la basura. Estos camiones se utilizan para las más grandes acumulaciones, en prisiones y centros comerciales, dos espacios donde la marea del tiempo desperdiciado amenaza con inundar incluso a los operarios más dedicados.

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Si se le preguntara a un barretiempo, respondería algo sorprendente: el tiempo que se goza nunca es tiempo desperdiciado. Mientras limpia en una gran oficina colmada de un tedio asombroso, el barretiempo pasará por alto el escritorio de la mujer que lee por debajo un catálogo de vacaciones, contemplando minuciosamente fotos de playas tropicales. Seguirá por el siguiente escritorio, donde un hombre está entretenido preguntándose cómo se verá su suegra desnuda, y se detendrá en el escritorio de un joven que cuenta cada minuto, y detesta las horas.

Te preguntarás qué pasa con el tiempo desperdiciado después de que ya todo está limpio. No temas, los barretiempo son unos recicladores empedernidos. Lo recogen y lo empacan en grandes contenedores, lo trasladan a los muelles de Liverpool, lo embarcan y lo envían a la India. Allá, en una polvorienta zona industrial, en algún lugar cerca de Bombay, se limpia, se separa y clasifica. El tiempo más tóxico y venenoso -restos de fallidas negociaciones de paz, encarcelamientos injustos, y matrimonios sumamente venenosos- se purifica y se entierra en un tanque debajo de una base militar abandonada. Allí, pasarán dos o tres siglos de descomposición hasta que vuelva a ser inofensivo.

El resto del tiempo -compuesto por situaciones  tales como reuniones aburridas, citas perdidas, buses demorados, malas noches en el teatro- se limpia y embarca rumbo a la zona franca industrial de exportaciones de Cantón; aquí se comprime y se almacena a la espera de una redistribución. Alrededor del veinte por ciento va directo a las fábricas de la zona industrial de exportaciones, la cual tiene la más alta tasa de producción del mundo.



El diez por ciento del material más concentrado se vende a laboratorios criogénicos en California. Otro veinte por ciento o más se vende discretamente a una variedad de clientes privados, viejos en su mayoría, hombres ricos que se han casado con jóvenes hermosas.

Sin embargo, los barretiempo no están en esto por dinero. Los fondos de estos negocios pagan sus operaciones, incluyendo plumeros, bolsas de basura, overoles y envíos. El resto del tiempo se distribuye a causas de beneficencia. La personas que adquieren tiempo extra no tienen que llenar formularios ni pedir garantía, son bastante inconscientes de la asistencia que reciben. Uno de estos beneficiarios es un andrajoso y muy cansado científico en un ruinoso laboratorio en las afueras de Novosibirsk, quien será el hombre que encuentre la vacuna contra la malaria. Otra es una prostituta en el barrio bajo de Nairobi, quien ha criado diecisiete hijos y quien, a pesar de sus veinte años en el negocio, nunca se ha enfermado. El tercero es un hindú, chofer de taxi, en un estrecho apartamento en Toronto, quien, mientras envía dinero a casa para su esposa enferma y sus hijos, escribe lo que más tarde se conocerá como la novela más grandiosa del siglo.

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No toda la generosidad de los barretiempo se destina a personas. A unos sesentaicinco kilómetros de las afueras de Tombuctú, una mezquita medieval enterrada bajo la arena recibe una entrega cada década o más. En algún lugar debajo del lecho del Mar Egeo se encuentra una galera troyana milagrosamente preservada en el lodo. De igual forma, los barretiempo regalan un poco de tiempo extra a un templo en México, y preservan un botín del tesoro de la edad oscura en un pantano de Galway.

Una cierta cantidad de tiempo de caridad se reserva para situaciones de emergencia, pequeñas y grandes. Se lanza en paracaídas en momentos desesperados, y ha facilitado acuerdos de paz, ha cambiado batallas y ha permitido llegar a tiempo a padres a las salas de parto.

Los barretiempo son una tipo de gente limpia y ordenada por naturaleza. Desean que los seres humanos pensaran más en tirar esta valiosa comodidad, sin embargo no esperan que suceda alguna vez.

No hay moraleja en esta historia, sólo que si planeas desperdiciar tu tiempo, por favor recuerda, alguien tiene que recogerlo.





Versión al castellano:
Irvin Ríos Gracia

lunes, 22 de octubre de 2012

EL NIÑO QUE QUERÍA SER PÁJARO (3er Premio Cuento Joven Del Magdalena - 2012)

Pájaros duros entre los peñascos, ardientes, fugitivos, polvorientos, eróticos, inaccesibles en la soledad de la niebla, la nieve, la hostilidad hirsuta de los páramos, o jardineros suaves o ladrones o inventores azules de la música o tácitos testigos de la aurora. (Pablo Neruda)

Desde la rama más alta de una vieja acacia, Camilo Silva, el niño que quería ser pájaro, emitió un graznido  que perturbó el silencio de la tarde y saltó para alcanzar el cielo en su primera práctica de vuelo. Su mejor amigo, Fito, tenía la certeza de que Camilo se elevaría por los aires y temía no volverlo a ver, de modo que lo observaba desde la hojarasca y la madreselva haciéndole señales de despedida, conmocionado por la proeza.

El viejo Maximiliano, abuelo de Camilo, solía fabricar esplendentes cometas que Camilo y su mejor amigo Fito volaban con las brisas que llegaban puntuales a alegrar los cielos de sus vacaciones decembrinas desde que tenía memoria; creía que ese cielo azul lo llamaba con la voz del viento y volar cometas era su forma de escaparse hacia las alturas. Fue en una de esas mañanas en que Camilo descubrió la razón de su pasión por volar cometas; despertó con el canto de las aves que el viejo Maximiliano tenía enjauladas en el patio y después de desayunar salió a encontrarse a orillas del río con su amigo Fito; vio, como era costumbre, a su abuelo bajo la sombra del almendro construyendo una inmensa jaula que le habían encargado.

—¿Cómo te parece? —preguntó el viejo Maximiliano—. Es para el loro del alcalde, dicen que se sabe los himnos nacionales de todos los países de América. Camilo nunca había visto un loro hasta entonces; lo imaginó visitando países para aprenderse los himnos, lo imaginó posado en la copa de un árbol del patio de una escuela observando los actos cívicos y las condecoraciones de los mejores estudiantes de toda América.

—Es muy pequeña para un loro que ha viajado tanto—. Respondió desde su silencio habitual- y se fue al río a tirar piedras mientras esperaba a su amigo Fito. Y siguió pensando en el loro que sabía cantar los himnos nacionales de todos los países de América, y lo imaginó como los cantantes que veía en la televisión, y lo imaginó como las más famosas estrellas de la música, y lo imaginó volar de país en país, de ciudad en ciudad, bajo lluvias inclementes y soles despiadados; fue entonces cuando dijo en voz alta, como quien canta un pregón: Quiero ser pájaro. Y un canario desde el follaje asintió con un trino, y los árboles aplaudieron desde el viento.

Durante ese pequeño instante en que estuvo suspendido en el aire sintió el viento acariciar su pequeño cuerpo de diez años, agitó los brazos para alcanzar mayor altura, cerró los ojos y recordó las coloridas estampas de la vieja enciclopedia de su casa que retrataban las más exóticas aves jamás vistas por sus ojos, recordó la majestuosidad del águila, la eterna infancia del colibrí, la alegre algarabía de los pericos, la sabia soledad de las lechuzas, la melancólica gravitación del alcatraz. Cabe anotar que por esos azares del destino, a la vieja enciclopedia de la casa le faltaba la página que contenía las palabras iniciada por “Lo” por lo cual el “Loro” constituía entonces un enigma alimento de su imaginación. Por las tardes, Camilo se abstraía observando la otra orilla del río, la misteriosa, y la imaginaba toda llena de pájaros, pues desde este lado podían escucharse sus cantos como una gran orquesta sinfónica que duraba hasta la puesta del sol.

Había pasado todo el año estudiando a las aves de su ribera natal, cazándolas con los ojos para verlas en la cúspide de su total libertad, buscando y leyendo en las páginas de su vieja enciclopedia acerca de los pájaros que la ciencia había descubierto para su regocijo… Despertaba con el primer canto del gallo y dormía a la hora del sueño de las aves, incluso rehusó a comer pollo; contemplaba a las aves con tierno embelesamiento, sus despegues, sus vuelos, sus aterrizajes, sus piruetas en el cielo, sus infantiles brincos, sus nidos, sus cantos. Sólo hablaba de pájaros con su mejor amigo Fito. Sus abuelos paternos -el viejo Maximiliano, famoso en el pueblo por fabricar bellas jaulas para pájaros a pesar de su eterna ceguera, y doña Adela, una negra que desde siempre ostentaba tener la mejor voz en el coro de la iglesia- advirtieron su aire ensimismado desde que nació y lo criaron con amor y paciencia, pues sus padres habían fallecido siendo apenas un bebé; el mismo Maximiliano le bautizó Camilo, evocando a Camila, quien fuera su propia madre. Cada vez que lo oían reír el viejo Maximiliano solía comentar: Tiene risa de polluelo. Y doña Adela le decía: No te rías así mijito, que el día menos pensado llenarás la casa de pajaritas.

Recién comenzaban las vacaciones de final de año cuando tomó la canoa de pesca de su abuelo, y a la hora de la siesta remó con su amigo Fito hacia la otra orilla del río, la misteriosa, a explorarla, a conquistarla. Comprobaron que estaba deshabitada y toda llena de pájaros y más pájaros, aleteando y cantando por doquier. Se adentraron en la manigua sin descansar, llegaron hasta un claro donde se sentaron bajo la sombra de una acacia a hablar de pájaros; después de un silencio que solo llenaba los canturreos de las aves del paraje, Camilo decidió hacer su examen de vuelo; estaba convencido de lograr su gran hazaña, pues había estudiado tanto las técnicas de los pájaros, leído y dibujado toda la teoría, que nada tendría por qué salir mal; y trepó y trepó y trepó la añosa acacia y trepó y siguió trepando hasta la más alta rama, se irguió y emitió un graznido y sin pensarlo dos veces, saltó. Abajo, su amigo Fito estaba a punto de llorar de la emoción. En caída libre agitó los brazos, los extendió para planear, intentó alguna pirueta, el viento
sopló con fuerza y aterrizó de barriga fracturándose un ala. Regresaron taciturnos y ensimismados, apenas mirándose uno al otro sin decir palabra alguna; únicamente sonaban los remos al sumergirse una y otra vez en las apacibles aguas del río y la música silente de los últimos rayos del sol.

—Yo creo que por unos segundos volaste, pensé que te ibas a ir—. Musitó Fito mientras con los remos en mano bogaba atravesando el río.

Su mejor amigo Fito contó todo a doña Adela dejando al descubierto el empecinamiento de Camilo por ser pájaro. Permaneció durante un mes con el brazo encabestrado, y como castigo no lo dejaron salir hasta que sanara del todo. Sus abuelos concluyeron que había heredado el atolondramiento de su padre quien soñaba con ser un famoso cantante de salsa y quien murió junto a su madre en un accidente automovilístico mientras viajaban a la ciudad a hacer una audición para una orquesta donde un hermano suyo era conguero.

Mientras sanaba se encargaba de cuidar de las aves que su abuelo tenía enjauladas en el patio; lavaba sus jaulas, los recipientes del agua y comida y les renovaba el alpiste, cantando junto a ellas canciones que sonaban en la radio o que se le ocurrían en el instante, descubriendo así la otra cara de la libertad de los pájaros; pensaba que ellos aún encerrados entre barrotes de alambre y madera no dejaban de cantar desde el amanecer hasta el anochecer con una felicidad envidiable, como si fuese otra forma de volar. Entonces, Camilo Silva, el niño que quería ser pájaro, encontró otra forma de cumplir su sueño, y cantaba todo el día con una voz que hasta doña Adela festejó haciéndole coros desde la cocina. Su voz llenaba de luz toda la casa y todo el día se convertía en una fiesta de canciones y música. Fueron acaso las más memorables vacaciones de fin de año para la pequeña memoria de Camilo, quien apenas comenzaba a crear un pasado. Hasta que finalmente sanó el brazo y volvió a volar cometas con su amigo Fito, a quien, por supuesto, le refirió su descubrimiento.

Una mañana le pidió al viejo Maximiliano que lo llevara a ver al loro del alcalde en persona; se decepcionó por la apariencia del ave que no era como la imaginaba, sin embargo admiró su manera de cantar los himnos de los países de América a pesar de vivir sin alas, y confirmó que la jaula era demasiado pequeña para un loro que había viajado tanto.

Fue por esta razón que una noche, mientras las aves del viejo Maximiliano y todos dormían, bajo la silenciosa complicidad del cielo nocturno y sus estrellas y una luna redonda que iluminaba el traspatio dándole a Camilo un aire fantasmal, abrió todas las jaulas, una a una, con la religiosidad de quien realiza un solemne rito clandestino, jaulas como palacios, pequeños presidios donde se mantenían en cautiverio muchas hermosas aves canoras de muy vistosos colores a las que Camilo, el niño que quería ser pájaro, decidió devolverles el misterioso encanto de volar.

Al amanecer todas las aves volaron con el primer rayo de sol llenando el cielo con sus cantos y su estrepitoso aleteo ante la plácida sonrisa de Camilo. El viejo Maximiliano, en una primera reacción, se molestó mucho al descubrir la pilatuna de su nieto, pero su disgusto extrañamente se fue apaciguando a medida que se iba deleitando con las canciones que Camilo entonaba de manera tan dulce y placentera motivado por la libertad que acababa de otorgarles a los pájaros, lo que finalmente llevó al viejo a comprender que el canto de su nieto era la voz y el canto libertario de todos los pájaros del mundo bajo el henchido cielo que sereno les otorgaba un esplendoroso nuevo día de verano.